Educación singular
Camilo E. Ramírez
“Depende de aquel que pasa, que yo sea un sepulcro o un tesoro.
Que hable o calle. Eso depende de usted amigo, no entre aquí sin deseo”
Paul Valery
En estos tiempos de pandemia y de educación a distancia, muchas escuelas y universidades, están más preocupadas por contar con mecanismos y metodologías para recabar evidencias y registrar: cómo medir y evaluar sus procesos administrativos, como evaluar a sus maestros y estudiantes, para cubrirse -se dice- ante futuras auditorías, que en la enseñanza: la transmisión de conocimiento a través de una verdadera pasión por el saber. Ello no es, a nuestro parecer, solo un asunto de formalidad institucional, sino una respuesta desesperada y simplista, que corresponde a la lógica industrializada aplicada al campo educativo; una forma terrible de pensar la educación, profesión, que Sigmund Freud, creador del psicoanálisis, no vaciló en definir como una de las tres profesiones imposibles, junto al gobernar y al psicoanalizar.
Ello muestra, de manera clara y directa, cómo la escuela se ha transformado, a partir de la incorporación de las lógicas industriales de manufactura de objetos en serie, en una institución presentadora y evaluadora de conocimiento, y no de formación. Basta con ver, no solo las maneras de concebir la escuela y la enseñanza, el cómo se contrata y forma a su plantel docente, sino los malestares y síntomas que se generan al interior de la vida escolar: fracaso y deserción escolar, déficit de atención e hiperactividad, problemas de conducta, violencia en las escuelas, falta de interés, fastidio en estudiantes, burnout en directivos y maestros, etc. Lo interesante y trágico del asunto es que cuando estas problemáticas se presentan en la escuela, la mayoría de las veces se les interpreta -una vez que estamos en una escuela pensada como línea de producción industrial- como errores y fallas en la manufactura de “productos” de calidad, desviación de los perfiles. Ante dichas realidades se toman al menos tres grandes posturas: una moral, una disciplinaria y una especializada. Cada una interpreta a priori lo que sucede en función de la ausencia/presencia de un objeto eje (valores, disciplina, conocimiento) Es decir, que lo que sucede con la escuela, el maestro o el alumno, es algo que manifiesta que un cierto elemento falta, por lo que habría que introducirlo vía una junta, un compromiso firmado, un regaño, mediante el desarrollo de estrategias más eficaces de vigilancia y control, etc.
No vamos a abordar a detalle el cuestionamiento y caducidad en el siglo XXI de las recomendaciones de cada apartado (moral, disciplinario y especializado) sino a señalar el fondo común de las mismas: las tres operan con el supuesto de que algo falta y hay que ofrecerlo; algo que debería estar, permanece ausente. Las tres parten ya de un diagnóstico negativo sobre la escuela, el maestro y el alumno, es decir son posturas organizadas a través del sujeto sospechoso: aquel que se le juzga culpable, pero al mismo tiempo es inocente, no por lo que es, sino por lo que parece; no por lo que ha hecho, sin por lo que podría hacer. ¿Y por qué se cree que ese elemento que falta debería de estar? Precisamente porque previamente se ha fijado un programa y un perfil estandarizado que somete a la escuela, a los maestros y alumnos a cumplir en tiempo y forma con los requisitos y los perfiles como si se tratara de una línea de producción industrial. De ahí que se comenzó a hablar desde varios años de calidad educativa. La carrea ahora es contra reloj, en el cumplimiento de la línea de producción industrial-educativa, gracias a lo cual la enseñanza y aprendizaje poco importan. Lógicas que, dicho sea de paso, se prestan en más de un sentido para la simulación a todos los niveles. El movimiento sería el siguiente: 1) Se fijan programas y perfiles que se piensan responden a lo que alguien debería saber, poseer y cumplir. 2) Se aplican dichos programas al tiempo que se va detectando quiénes lo consiguen y no lo consiguen. 3) Se da un veredicto (diagnóstico) sobre los “productos” que no reúnen los criterios de calidad, de igualdad en las unidades “manufacturadas”. Dicha escuela se está operando como si fuera una empresa, cuando son dos entidades totalmente diferentes, las empresas y las escuelas. Ante estas experiencias ¿qué se podría hacer? ¿Cuáles podrían ser unas respuestas alternas?
Las respuestas las podemos encontrar en dos campos: las artes y el psicoanálisis. ¿Cómo es eso? Precisamente porque sus objetos y prácticas están más en relación con el deseo, la creatividad y la invención; fuera de un pensamiento estandarizado, en serie, como lo es la empresa y el mercado. Tanto en el arte y como en el psicoanálisis (sobre todo el de orientación lacaniana) no parten de la idea del deber ser, ni de la consideración de performance perfecto, que considera que lo que una persona hace o presenta es un error o acierto, sino más bien una marca de su singularidad, una forma única de habitar en el mundo. En ese sentido, lo que presente y experimente la escuela, un directivo escolar, un maestro y un estudiante específico, no es una simple desviación estándar, una falla o un error, sino un rasgo singular que solo se puede entender e investigar cabalmente si se le vincula a una historia subjetiva. Pues la verdad humana, nunca será ni una tabla, ni un perfil, ni un número, ni un concepto, algo abstracto y universal, lo mismo para todos, sino una historia de lo singular. De ahí el gran aporte de las artes y el psicoanálisis para restituir lo que sucede, justamente en el contexto de una vida singular.
Educación singularizada se refiere a considerar y operar en el día día del aula, que cada estudiante es una diferencia absoluta. Decir educación singularizada no es -como se piensa absurdamente- explicarle a cada estudiante a la carta uno por uno ¿¡Imaginan, grupos de 70 alumnos!? ¡Nunca se acabaría! Sino considerar la posibilidad de que cada maestro y estudiante, aprende, se apropia y responde de manera singular y no estandarizada como un robot bien programado. En ese sentido los efectos singulares de la enseñanza de cada maestro en cada clase se pueden ir reconociendo en la amplificación singular que cada estudiante haga con aquello que se le ha intentado enseñar.
*Editorial publicada en el periódico El Porvenir (2.09.2020)
La muerte del maestro: el facilitador
Camilo E. Ramírez
Uno de los terribles efectos que ha padecido la escuela al introducir las lógicas que estructuran y organizan la producción industrial, ha sido la afectación del lugar y función de quienes ahí conviven: directivos, maestros y estudiantes. Transformándose la escuela en una empresa de presentación y evaluación de contenidos, instancia certificada y certificadora; maestros y directivos vistos como facilitadores, una híbrido entre vendedor, encuestador y life coach buena onda; estudiantes y padres de familia como usuarios y clientes; la hora de la clase como el tiempo de la recolección de las evidencias con checklist en mano.
En un afán de eficiencia se han modificado programas, contenidos y perfiles, reduciendo la reflexión de cada maestro y estudiante a su mínima expresión, apostándole a crear maquinarias burocráticas bien aceitadas. Si bien ya no aquellas inspiradas por la izquierda, ideales y utópicas, ahora plagadas de protocolos y estandarizaciones con halos de eficiencia, crecimiento y desarrollo económico, de adquisición de competencias para nutrir el basto campo laboral, proveyendo trabajadores que respondan a las demandas precisas de piezas del mercado laboral. Por supuesto, un efecto inmediato de dichas lógicas es el fracaso y deserción escolar; el sin sentido, la apatía y la resistencia al aprendizaje.
Con ello la escuela se ha organizado más como una presentación y evaluación de contenido, de validación laboral, que de formación. Como lo ha planteado Silvia Bleichmar, decirle a un estudiante que va a la escuela para un día ganarse la vida y poder trabajar, no es hablarle a una persona, sino a un esclavo. Reducir la vocación polifónica de la escuela, a una simple validación técnica de información y prestación de servicios, es por un lado suprimir la vocación misma de la escuela: su dimensión humana, singlar y diversa, donde cada persona aprende, se apropia y construye el conocimiento de forma única. Y justamente al hacer esto, puede estar en grado de investigar, de romper paradigmas, amplificarlos, mejorarlos, de intentar completar -en cada campo y estilo- el conocimiento infinito. Precisamente porque se incluye la dimensión humana, singular y diferente de cada maestro y estudiante, no porque se le deja fuera, al considerarlas variables extrañas, ajenas, desviaciones del protocolo o programa estandarizado. Ello nos arroja a una problemática institucional grave: las escuelas y universidades no se pueden estandarizar o certificar, quizás los departamentos administrativos, de escolar o archivo, pero nunca lo que sucede en un aula. Porque enseñar, aprender e innovar implican e incluyen, tanto la subjetividad como la ruptura, la diferencia de la serie de quienes ahí participan, no la suprimen ni estandarizan. Ni tampoco la enseñanza se reduce a una simple didáctica lúdica, de cambiar un pizarrón verde por uno blanco u otro inteligente y digital; de mejores mecanismos para recibir y calificar tareas, trabajos y exámenes, de vigilancia y control para “mejorar” la vida escolar. ¡Un absurdo!
Mientras que las lógicas de producción industrial se basan en procesos estandarizados -logísticos y materiales- a través de los cuales garantizarían la calidad de sus materiales y productos, es decir la identidad y uniformidad de todas las unidades que manufacturan, en tiempos previamente establecidos, las escuelas se ocupan y conviven con personas y no con objetos de producción en serie, es decir, quienes participan en las escuelas conviven y trabajan con la diferencia y la singularidad de maestros y estudiantes. Por lo que importar las lógicas de la fabrica a la escuela implica reducir la enseñanza y aprendizaje, siempre singlar, a un proceso asimilado a partes y momentos, como si se tratara de una línea de producción automotriz. ¡¿Como si supiéramos todo el tiempo quiénes son nuestros destinatarios?! ¡¿Simples datos que se presentan y se verifican?! Con lo que las formas y los efectos subjetivos, el deseo, la creatividad, la invención, la ruptura, la amplificación, quedan de lado.
Cuando la escuela decidió -no sin reclamos y críticas de algunos directivos y docentes- asimilarse en un producto industrial, dejó de decir algo sobre el deseo por el saber, la vocación y la reinvención. Afortunadamente dichas experiencias no desaparecen del todo, simplemente se desplazan de lugar. Las podemos encontrar en muchas partes, sobre todo en el ámbito del ciberespacio, las ciencias y tecnologías, las artes, los video juegos y las series televisivas; que permiten el surgimiento y la articulación de un deseo singular y no una imposición, en cada uno; haciendo surgir en cada sujeto, en cada maestro y estudiante, una lógica autodidacta y grupal singularizada: solo veré y estudiaré lo que desee, lo que tenga un sentido a más para mí, con aquello que logre conectarme, con aquello que me permita sustentar un sentido de vida.
¿Cómo formar estudiantes si el maestro desaparece ante el facilitador? El facilitador es esa figura distante -y si me lo permiten- cobarde, que no necesita pensar, estandarizada, desimplicada de la enseñanza, que cualquiera puede ocupar. Basta con seguir las rubricas del proceso que la ingeniería educativa estableció, para mantener la calidad “del producto”. No soy yo más tú maestro, ni tú mi alumno, sino tú eres el usuario -como un cliente más que va a cualquier tienda- y yo soy el facilitador, un híbrido entre vendedor, evaluador y life-coach ¿Creen que exagero? Échenle el ojo a cualquier cartera de cursos de capacitación de cualquier escuela y universidad, pública y privada, y podrán constatar de manera directa, en qué se desea capacitar a directivos y maestros. ¡Perdón! facilitadores.
Y claro, en algún momento, instancias certificadoras externas, como a cualquier empresa, auditarán dichos procesos educativos, para determinar si se está llevando a cabo la educación de calidad que previamente se estableció en los programas de la línea de producción industrial. Definitivamente quienes diseñaron esto no conocen ni de educación, ni de buena música, como aquella de Pink Floyd (Another brick in the wall, 1979) con su tritura carne. Que como bien lo ha señalado Massimo Recalcati, psicoanalista y profesor italiano, antes eran solo los alumnos quienes pasaban por el tritura carne, ahora, en el siglo XXI, tiempo de la escuela-empresa, se les han sumado los maestros y directivos.
*Artículo publicado en el periódico El Porvenir (19.08.2020)
Efectos y respuestas ante el Covid 19
Camilo E. Ramírez
El SARS-CovV-2 que ocasiona la enfermedad Covid 19 surgió como un verdadero trauma mundial, un duro golpe a todos los referentes que hasta cierto punto funcionaban con estabilidad; una contingencia biológica, una pandemia, que ha sido un verdadero encuentro con lo desconocido. En ese sentido, el coronavirus, tuvo la cualidad -más que cualquier otra sorpresa- de introducir el tiempo, cortándolo en un antes y un después. Nada será como antes.
Los efectos del coronavirus son aún inciertos, tanto a nivel orgánico (el daño inmediato, a corto y a largo plazo en el cuerpo del huésped, quien ha enfermado y/o es portador asintomático) como en lo social más amplio (economía, gobernabilidad, educación…) Por ello, se requiere continuar descifrando su lógica, al tiempo que inventando la vida a cada instante. No son tiempos, ni para quedarse pegados, en pausa, en la nostalgia de un pasado que ya se ha evaporado, ni esperanzados en la hueca motivación de un futuro mejor, que se cree, surgirá por generación espontánea.
Ante la brecha que se abre a partir del evento sorpresivo, ese que hace la función de un antes y un después, un parteaguas en nuestra existencia, se puede experimentar dicho abismo con vértigo, angustia, temor, creatividad, entusiasmo… Al confrontarnos con el hecho de no retornar a un punto fijo en el pasado, ese que se suponía más estable y tranquilizador, podemos encontrarnos viviendo a la deriva, sin ton ni son, perdiendo el “hilo” de las cosas (“No consigo concentrarme”, “No puedo dormir bien”, “Ya no le veo sentido a muchas cosas”, “¿Cuándo se va a terminar todo esto?” “¡Estoy hart@ de todo!” “¿Cuándo regresaremos a vivir como antes? ...) En una verdadera suspensión de las certezas y un aumento de las inseguridades. Nada es estable, todos los referentes y ordenes, quedan, si no fulminados, al menos relativizados -hasta nuevo aviso. La mesa está puesta a la espera de nuevos platillos para los paladares más creativos.
Dicho clima de incertidumbre, en muchas ocasiones, lleva a buscar algo de “refugio” en formas de respuesta ya conocidas, con una participación social en masa entorno a la identificación con los iguales y una suerte de ensalmo protector: el enojo, la queja, el fatalismo, la tristeza y la desesperación -como las más características, producen cohesión a un referente-escudo que se cree protegería de lo que sucede. Precisamente, al pretender funcionar a través de medios para transformar la propia angustia en algo que se desplazará y depositará en otro lugar, bajo la consigna: “El mal está afuera “, “El mal son los otros”. Quien funciona así, a medida que aumenta su angustia, debe igualmente aumentar la transformación en queja, enojo, tristeza… a fin de hacerla manejable, vivible. Gracias a lo cual, paradójica y fatalmente, también aumenta con ello el sufrimiento para sí. Es decir, en lugar de colocar en la experiencia contingente, sorpresiva -esa que divide el tiempo en un antes y un después- algo mejor que acompañe a la angustia, como serían la creatividad y curiosidad, para poder transformarla en motor creativo, se coloca algo (queja, enojo…) que le de mayor consistencia al dolor, al miedo, a la fatalidad, amplificando aún más el pesar. ¿Cómo salir de eso?
Supongamos que desde hace ya tiempo usted tiene un montón de papeles que no quiere revisar, ya que tal labor le requerirá mucho tiempo, incluso varios días, para poder determinar su importancia y ya sea conservarlos o finalmente desecharlos. Pero que le ocupan un gran espacio en su casa, en su vida, y que ante un “accidental” suceso, como un café derramado sobre ellos, le permite tomar una decisión precipitada: darlos por perdidos y tirarlos. Y que, al hacerlo, no solamente se resuelve su impasse, sino surge un espacio para lo nuevo.
Instagram: camilo_e_ramirez
*Editorial publicada en el periódico El Porvenir (1.07.2020)
Lo singular de la pandemia
Camilo E. Ramírez
El golpe del trauma de la pandemia es mundial,
las respuestas, singulares.
Colette Soler
La pandemia causada por el virus SARS-Cov-2 ha producido a lo largo y ancho del mundo, además de la enfermedad (Covid 19) en sí misma, la implementación de estrategias de prevención y atención a los enfermos por parte de las autoridades sanitarias, así como cambios en todos los niveles y contextos: el confinamiento voluntario en casa, con todo lo que ha implicado para las personas y sus familias (aumento de la convivencia y por lo tanto de la tensión entre los miembros del grupo familiar, hasta en algunos casos, violencia, abuso físico y sexual infantil, etc.) distanciamiento social, crisis económica, cambio en las actividades de esparcimiento, la reducción de la movilidad local e internacional, la modificación en los hábitos y costumbres del día a día, así como en las formas de estudiar y trabajar. Otorgándonos una experiencia, clara y directa, de un mundo en transformación. Nada volverá a ser como antes. Hoy más que nunca vivimos tiempos de flexibilidad y creatividad.
En ese sentido, la pandemia – al funcionar como un espejo- ha logrado confrontarnos con asuntos y problemáticas pendientes, que quizás yacían, “tranquilamente”, en las formas de vivir e interactuar; con la salvedad, de que ahora, pueden ser resueltas de formas nuevas y diversas, más creativas y responsables. Al asilarse en casa, al apartarse del mundo -digamos- cada uno ha tomado una mayor conciencia de su vida.
Lo que aprisiona, no son solo las cuatro paredes, el no salir, sino lo que cada uno atribuye al encierro, a su encierro, a su pandemia. Si el golpe de la pandemia es universal -como se plantea- las respuestas son siempre singulares, es decir, parten de la responsabilidad de cada sujeto, de lo que se decide hacer con aquello que sucede.
Una de las consecuencias de la pandemia en cada sujeto, familia y sociedad, es la de revelarnos de forma más evidente nuestra realidad intrapsíquica, esa que se coloca “afuera”, la angustia fundamental en cada uno, que no miente, que se pone en circulación, no solo cuando se entra en contacto con los demás, sino que funciona permanentemente como un “cristal” con el que se mira/construye el mundo, su mundo, sus circunstancias.
Como lo mostró Freud, los “virus” internos son aún más fuertes y resistentes, más atormentadores que los del mundo exterior. Conocerlos, interrogarlos, hacer algo a partir de ellos, libera a cada uno de la propia peste y encierro que porta consigo; con ese que últimamente, de manera inédita, muchos están siendo confrontados y afectados. Aquello pendiente ha tocado la puerta de la propia casa y no se quedará afuera al cerrarle la puerta, está adentro, convive con nosotros. Aprender a lidiar con ese extraño en cada uno de nosotros, ayuda a emplearlo como motor de vida, sin transformarlo en sufrimiento.
Uno de los principales efectos que podemos notar en estos tiempos de pandemia, reclusión y asilamiento social, es el de la pérdida del sentido de vida, en general, y en el día a día, en particular. Existe un aumento exponencial de personas que nos refieren en la consulta, sentirse perdidas, sin sentido de cómo vivir su día a día, no saben qué hacer, por cuánto tiempo, etc. Por otro lado, manifiestan una notable pérdida del interés por las cosas y las personas, falta de hambre y sueño o su contraparte de intensificación permanentemente, mucha comida, bebida y sueño, sin darles tregua alguna, sintiéndose perseguidos al mismo tiempo por una especie de obligación de hacer algo útil todo el tiempo.
En su mayoría, las personas que, previo a la pandemia, sabían algo respecto al rumbo que le deseaban dar a sus vidas, cultivaban su vida interior (poder estar y disfrutar a solas para pensar, leer, ver algún video o película, para reflexionar, planear algún proyecto, aprender algo nuevo, llevados por una pasión…) que interactuaban de manera independiente y responsable con los demás, es decir, sin exigirles que fueran ellos los que se hicieran responsables de la gestión de su tiempo y su felicidad, el período de la pandemia no ha representado tanto una ruptura, una confusión, pues lo han utilizado para continuar con dichos proyectos, haciendo modificaciones, siendo flexibles, inventando el camino a cada paso. Mientras que, para los sujetos más dados a preferir el ruido de las interacciones sociales y de esparcimiento, lo ya establecido a través del hiperconsumo de experiencias y múltiples objetos, con una vida social más intensa, el tiempo de la pandemia y asilamiento social, se ha vuelto cada vez más insoportable, un infierno, presentando algunos de ellos malestares como desesperación, mal humor, angustia, pérdida de interés, hasta el grado, como se dice coloquialmente, “no aguantarse ni solos”. Para ellos esta catástrofe planetaria ha sido una dura prueba.
Precisamente, al haber estado acostumbrados a un alto consumo de reconocimiento a través de las interacciones sociales y de esparcimiento, han resentido aún más su privación, no siéndoles suficientes las interacciones a través de los medios electrónicos. Digamos que son la contraparte de aquellos habituados a vivir sin salir de casa, quienes, no sin cierta ironía y consuelo triunfal, ahora han visto cómo el estilo de vida que llevaban, más apartados de las interacciones sociales, se ha convertido en la norma, incluso en la protección elemental ante los embates del virus.
Por otro lado, algunos fascinados con la velocidad y acumulación de los contactos sociales, han tenido, de alguna forma, una especie de pausa y desintoxicación forzada de sus interacciones, de sus ires y venires, gracias a lo cual han experimentado una novedad inimaginable en sus vidas: descubrirse en paz, en situaciones, sensaciones y actividades, que jamás habrían decidido por cuenta propia. Para todos ellos, el coronavirus ha sido un verdadero parteaguas en sus vidas, una especie de fin y comienzo de algo nuevo, justamente por los cambios en los referentes y organizadores en los que venían basando su existencia hasta antes de la pandemia. Tomando conciencia de dos cuestiones básicas: que dichos referentes en los que basaban su vida e identidad no eran tan estables y que, en cierta manera, no los habían decidido del todo, sino adoptado automáticamente por un imperativo social asociado a una noción parcial y mercantilizada de la belleza, el éxito y el poder.
Instagram: camilo_e_ramirez
Editorial publicada en el periódico El Porvenir (22.07.2020)
¿Profesionistas de clóset?
Camilo E. Ramírez
En redes sociales se lee un post viralizado por diferentes cuentas: “Los millennials no colgamos el título en la pared. Lo tenemos en una bolsa en el clóset”. Partamos de esta frase, para plantear algunas cuestiones sobre la elección de una profesión y su ejercicio en nuestros tiempos.
En el pasado inmediato de la lógica industrial se pensaba que un título académico -junto a su estereotipo asociado- eran organizadores de identidad. Por lo tanto, no solo se creía que se había estudiado algo, sino que se “era” (ingeniero, médico, contador...) eso que se había cursado. El estudio equivalía o se hacía coincidir con la identidad. “¡Mi hijo quiere ser…” – se decía! De tal forma que el joven, futuro profesionista, decidía su carrera en función de la identidad que quería asumir, es decir, mimetizarse con aquello elegido. ¿Qué quieres ser de grande? - se preguntaba. Bastaba con ajustarse, disciplinaria y moralmente, con el modelo elegido y todo iría viento en popa, futuro garantizado.
Entre los hombres predominaban tres profesiones (medicina, ingeniería y leyes) así como tres oficios-vocación (maestro, sacerdote o militar). A las mujeres se les asignaba, predominante, un rol de cuidado-atención de su señor e hijos: esposa, madre, ama de casa. Además de oficios, profesiones, tales como institutriz, partera, enfermera, secretaria o religiosa. Quienes no se identificaban con estos quehaceres, emprendían - ¡y aún emprenden! - un recorrido -la mayoría de las veces, contracorriente- hacia la conquista de aquello que desean. “¡De la casa sales, casada, al convento o muerta!” les espetaban a muchas mujeres durante siglos sus propios padres.
Afortunadamente las vocaciones, profesiones y estilos de vida, tanto para mujeres como para hombres, se fueron diversificando y amplificando. De tal forma que hoy, la elección de los estudios, la profesión, la carrera y la vocación, pasan más por un deseo y elección de vida, que por imposición de un modelo fijo, social y moralmente. Los modelos y referentes, como decíamos, se diversificaron, los viejos organizadores se diluyeron, si no es que ya se han evaporado por completo. Con ello, aumentaron evidentemente las posibilidades de vida, pero también las crisis y las angustias, debido a la necesidad de tener que elegir cómo ser, qué ser -sin garantías, esas que antes se asentaban en valores piramidales de Tierra Uno, en su pasaje a Tierra Dos (la postmodernidad)- como lo ha teorizado de manera genial Jorge Forbes, psicoanalista brasileño, quedando mujeres y hombres, desbussolados, a la deriva sin puntos de referencia fijos, pero al mismo tiempo con la posibilidad de inventar y responsabilizarse por lo que cada uno desea hacer con su vida.
En la actualidad, la crisis de identidad, esa que sufren muchas personas (sobre todo las de la generación millennials y subsecuentes) se produce por no contar con un organizador, único, ya que existen múltiples. De ahí que se piense que el título profesional ya no sea un elemento dador de identidad: se va la universidad a estudiar, se obtiene finalmente un título y una cédula para guardarlo en el clóset, pues la persona no se siente ni asume como tal o cual profesionista. Ello no solo produce muy frecuentemente que alguien no pueda asumirse como profesionista, ejercer la carrera elegida, continuar su formación a un nivel de expertise mayor, generar independencia económica de sus padres, autorizarse a formar un patrimonio, sino que alguien también se mantenga en un limbo insoportable para sí mismo, ya que no logra inventar un sentido de vida singular en lo que realiza, apareciendo a menudo como deprimido, sin ton ni son. Ya que, al no asumir una identidad, no necesariamente fija -como las de otros tiempos- tampoco se genera una nueva, más flexible y variable, lista para todas las circunstancias, como las de estos tiempos. Por lo que son más susceptibles de “caer” en respuestas comunes y genéricas, como lo son lo políticamente correcto y el consumo de objetos (mercancía, sustancias legales o ilegales) así como el asilarse, amurallándose, protegiéndose de los demás, a quienes se piensa tóxicos, huyendo de cualquier situación que le requiera un posicionamiento, una puesta en acto singular, que responda a ¿Tu qué es lo que quieres?
En ello podemos encontrar la explicación de un síntoma muy frecuente: cambios y cambios de trabajo, profesión, oficios, no necesariamente por una amplificación de un deseo vocacional que desea hacer muchas cosas, sino por referir sentirse encasillado en un mismo trabajo, en un mismo lugar, en una misma relación. Como si el decidirse finalmente por algo o alguien, se asociara con ser reducido al referente, al título (¿Qué somos tú y yo?). Solo que la “liberación” guarda también una mentira, pues el activismo compulsivo, hacer muchas cosas huyendo de los estereotipos, optando por hacer de todo para no definirse en nada (en lo profesional, en el amor, en las relaciones...) salir sin despedirse, para no sufrir el conflicto, la diferencia, lo incompleto de los referentes, tampoco satisface, no porque sea algo pesado en sí mismo, un infierno, sino porque le falta el ingrediente fundamental: el sentido singular, algo que cada uno coloca, inventa y se responsabiliza por ello, independientemente si se trabaja por cuenta propia o para una empresa.
Sigmund Freud, planteaba, que para poder heredar el heredero debe reconquistar aquello que recibe, pues no se da una transmisión directa de sentido; todo deseo requiere invención y amplificación. No es el título -cualquiera que sea, en tipo y cantidad- el que indicará lo que haremos con él, sino el sujeto, uno a uno, el que dirá, finalmente, que hará con el título que buscó recibir. Más allá o más acá, de si el papel se guarda en una bolsa en el clóset o se cuelga en la pared, cuenta el efecto subjetivo y laboral de haber recibido y reconquistado algo; sea que se desee renunciar a él o ponerlo en circulación de manera singular. Las dos decisiones implican una apuesta decidida.
*Artículo publicado en el periódico El Porvenir (27/05/2020)
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