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La muerte y el duelo

en tiempos del Covid-19

 

Camilo E. Ramírez

 

¡La muere es siempre sorprendente! No hay nada que nos prepare o proteja de ella. Es un verdadero trauma: inesperada, sorpresiva, inimaginable e irreversible. Nos tumba del lugar de potencia donde creíamos estar.

Cuando un ser querido muere, sentimos que en cierta forma nuestro mundo viene a menos. Sentimos que morimos un poco en vida -decía Freud. No será lo mismo sin esa persona amada; su presencia, su compañía, su voz, su aroma.

Ahora, en este nuevo tiempo que comienza después de su partida, le recordamos, buscamos en las redes y laberintos de la memoria, aquellas vivencias juntos, sus palabras, sus dichos, sus anécdotas. Las valoramos y custodiamos, son testimonio del tiempo compartido. Sin darnos cuenta, vamos recolectando trazos, pinceladas que nos acompañan y consuelan, intentando la imposible labor de descifrar el sentido de una vida que nos ha dejado, y quizás un poco la nuestra. Vemos quizás en nosotros algunos reflejos y ecos que nos tocan y, al instante, se nos escapan. La poesía, tanto la ya escrita, como la que vamos redactando, nos acompaña para expresar lo imposible, aquello que tenemos clavado en el corazón; podemos transitar por relatos cargado de humor, de las risas a las lágrimas, ante la dureza de la partida de quien ya no nos contestará el teléfono.

La muerte es un parteaguas que marca un antes y un después. Algo que tiene la potencia de abrir e inaugurar un tiempo nuevo. De sacudir los cuerpos y conciencias que solían hilvanarse en tiempos-rutina que se suponían -o al menos se vivía como sí así fuesen- permanentes y seguros. La continuidad se ha rasgado, mostrándonos no solo la fugacidad y evanescencia de la existencia, sino la potencia creativa del instante, de cada momento que tenemos frente a nosotros, de siempre poder ajustar y cambiar el rumbo. “Cada uno de nosotros somos GPS ambulantes, reorientamos a cada momento nuestras rutas de vida” (Jorge Forbes)

En estos tiempos en los que el mundo entero ha sido golpeado por un virus nuevo, la enfermedad y la muerte se han hecho presentes de manera contundente, y, por las condiciones específicas de la pandemia, de formas nunca experimentadas: algunas personas no se han podido despedir de sus seres queridos como hubiesen querido, rápidamente pasaron de los primeros síntomas, al agravamiento súbito, internamiento hospitalario y fatal desenlace. Todo ha sucedido en un abrir y cerrar de ojos. A pesar de ser una certeza, siempre es sorprendente. Como si con nuestra sorpresa ante la muerte, que resiste al paso de las épocas y generaciones, quisiéramos no darnos del todo por vencidos, e intentar lo imposible, y quizás un día vencerla definitivamente. “Estamos hechos para nacer infinitas veces y no para morir. Por ello el nacimiento de un hijo siempre es una verdadera fiesta, que porta consigo la esperanza de que la vida sea siempre más fuerte que la muerte” (Massimo Recalcati)

A pesar de que hay quienes minimizan el azote del coronavirus, argumentando inclusive, eugenésicamente -estilo ideología de estados totalitarios- “Que se mueran los que se tengan que morir”, creyendo que solo los más fuertes valen y merecen vivir, mostrando estadísticas de otros padecimientos, comparándolas con las del covid-19, esta pandemia ha sido de cambios radiales en todos los contextos y ordenes sociales. Además, hay que recordar que el dolor y la muerte -como el amor- son siempre singulares y por lo tanto no caben en las visiones macro. La muerte, como la vida, siempre es una a una. Por ello para el psicoanálisis la verdad, una vida, nunca es un número, una tabla o una teoría, sino una historia de lo singular, algo que se manifiesta como lo irrepetible e incomparable, uno a uno.

El nuevo coronavirus ha forzado a modificar los hábitos y costumbres a lo largo y ancho del mundo, alcanzando los rituales fúnebres de despedida de los seres queridos que han fallecido. De tal forma que los acostumbrados días de velación que culminaban con el sepelio, se han acelerado, reduciéndose a un par de horas y ante la presencia de un número reducido de familiares, cuando no cancelados. Teniendo entonces que inventar nuevas formas de transitar por esa dolorosa experiencia, caracterizadas por los contactos a distancia vía electrónica y la celebración de los rituales fúnebres en casa, retomando o dando por primera vez, un gesto de mayor intimidad.

La tradicional velación y celebraciones de cuerpo presente prácticamente han desaparecido, lo mismo los tiempos y ritmos asociado a ellas (acompañamiento de familiares y amigos en la capilla, la misa o celebraciones religiosas de cuerpo presente, la procesión hacia el panteón, el sepelio, la reunión en casa, en compañía de seres queridos para comer y beber algo, para platicar, llorar, abrazarse…) se han reinventado. Ello ha permitido una liberación y un respiro, a quienes veían en dichas tradiciones fúnebres solo una pesada obligación social, la oportunidad de apartarse del “lugar común”, para vivir sin convencionalismos su experiencia, apropiándose de ella de manera singlar. Es decir, decidir cómo querer vivir esa experiencia. Mientras que los que contaban con ese soporte social-familiar de las celebraciones fúnebres, como una forma de poder atravesar el dolor de la muerte del ser querido, al borrarse durante la pandemia, han experimentado una verdadera crisis, amplificándose aún más su dolor.

Lo cierto es que, sea que uno se coloque en un grupo o en otro, ambos tendrán que inventar de manera singular y creativa las formas de entrar en contacto con esa experiencia que es la muerte. Ya que ni antes ni después de la pandemia, tanto si se cuenta con rituales como se está sin ellos, se está exento de la participación singular que cada uno hace ante el evento que le aqueja, de hacer algo con lo que se ha vivido, hacer algo nuevo con la herida, convertir el sufrimiento en poesía, en decisión, desarrollo, transformación y tecnología, proyecto, herencia a ser reconquistada….(ponga aquí las que usted invente) 

 

*Artículo publicado en el periódico El Porvenir (18.11.2020) sección editorial, p. 2.