Saber perder
Camilo E. Ramírez
"¿Qué le debo al psicoanálisis? Haber aprendido a saber perder.
¿Qué es la vida para el que no sabe perder? [...]
saber perder es siempre no identificarse con lo perdido.
Saber perder sin estar derrotado”
Jorge Alemán
Todos hemos visto esa reacción tan común: cuando alguien no sabe perder y reacciona con violencia sobre quien le ha vencido o, simplemente, porque el otro no le ha dado lo que quería. De lo más simple, de un juego de mesa a un video juego o una apuesta, hasta lo más extremo, una relación amorosa que termina fatalmente con el asesinato de la pareja y/o los hijos; una empresa familiar que lleva el litigio a los tribunales o más allá, a los mismísimos golpes, rompiendo con el lazo que los unía, con todas las formas de diálogo y respeto entre las generaciones.
Las respuestas violentas, en cierta forma, siempre guardan una relación con los supuestos sobre quién debería ser el otro: alguien reducido a estar en función de objeto a controlar. El “Yo soy tu…”, “Tú eres mi...” deja de ser un gesto de amor, de libre reciprocidad, sino de imperativo, de posesión y manipulación, que contiene una condición y amenaza implícitas: ¡Hay de ti si realizas algo fuera de esa posición y guion que imaginariamente te he asignado! ¡Sufrirás las consecuencias! En mucha de la violencia entre hombres y mujeres, como también en aquella dirigida hacia niños y adolescentes, podemos constatar el funcionamiento de alguna variante de dicha lógica: “Si no eres lo que yo mando, si no haces o me das lo que yo quiero, te gritaré, insultaré y golpearé. Precisamente porque no te aproximas, por que no logras encarnar el ideal que te he impuesto”.
Tener un ideal o una expectativa -se podría pensar- no es ningún problema. Incluso hay quienes sostienen en nuestro contexto políticamente correcto donde pululan los discursos sobre la empatía, el desarrollo humano y la superación, que tener objetivos y conquistarlos, es parte del proceso de mejora continua de una persona, una familia y una empresa. ¡Claro! se aceptará seguramente en automático. Pero, el problema con la violencia (de género, feminicidios, hacia niños y adolescente, entre adultos) radica en el cómo se reacciona y responde ante las sorpresas, cuando algo cambia, cuando el resultado es diferente a lo esperado, ante una pérdida, un cambio de decisión, etc.
¿Sabemos realmente perder sin responder destructivamente hacia quien ha ganado o simplemente, como decíamos al principio, no nos ha dado lo que queríamos? ¿Tenemos autorización a hacer y deshacer con el otro, solo porque el otro no nos dijo “si” cuando queríamos, porque no respondió como se quería? ¿Sabemos lidiar responsablemente con las frustraciones que vivimos o buscamos rápidamente localizar en alguien más la culpa? ¿Descargarnos violentamente con alguien cuya palabra o decisiones nos ha hecho sufrir?
En ese sentido, es importante enseñar/aprender dos grandes lecciones: respetar las libertades y decisiones de los otros, incluso cuando esas decisiones no nos favorezcan y saber perder, responder ante las pérdidas de formas variables y creativas; sobre todo no sucumbiendo a la tentación fácil de echar y repartir culpas en alguien más; saber perder sin responder de manera violenta, buscando degradar o destruir al otro; reconocer que el otro no ha realizado precisamente el ideal que habitaba nuestra imaginación, la expectativa que teníamos, apareciendo quizás dolor, frustración por aquello que no fue, pero que ello no autoriza a responder con gritos, insultos y, lo peor, dañando directamente, con golpes, dando la muerte. Que hay que saber perder: asumir lo vivido, aprender y seguir. No identificarse con lo perdido.
El otro, el semejante (familiares, amigos, hijos, pareja, compañeros de trabajo, el otro transeúnte o automovilista…) no está ahí para realizar lo que deseamos como una marioneta en nuestras manos, ser un reflejo idéntico de nuestras expectativas, sino para expresar -y quizás, si así lo desea libremente- articular sus diferencias con las nuestras, para acompañarnos y compartir un momento o un trayecto. En ese sentido, entrar en relación con alguien es entrar en relación con su singularidad, donde, como decimos, “Cada cabeza es un mundo”, constatar sus diferencias, sus gustos, formas de ver y hacer las cosas. Experimentar en muchos momentos, no sin extrañeza, incomprensión y sufrimiento (precisamente por los ideales frustrados) la radical diferencia con respecto a nosotros. Pero que dicha singularidad y diferencias son justamente para celebrarse, para custodiarse, para -en lugar de buscar apagarlas, controlarlas o reducirlas a cenizas- curiosear con ellas, aprender de ellas; comprobar como la vida puede ser más divertida y diversa gracias a la legitimación, inclusión y articulación de las diferencias.