¿Me indigno, luego existo?
Camilo E. Ramírez
No confundamos: es importante separar la queja narcisista de la justa reivindicación […]
es común que el quejoso se valga de la nobleza de las justas reivindicaciones sociales
para enmascarar su exagerado amor-propio
Jorge Forbes
La indignación y el miedo son -según el filósofo francés Luc Ferry- dos de los afectos más detestables de la democracia. Por un lado, la indignación nos convierte automáticamente en perfectos moralistas, jueces de los demás, no lo mismo con lo propio, para lo cual siempre se tendría una justificación lista; la indignación daría el derecho, el permiso, justamente por el enojo que declara sentir el indignado, para autorizarse a ser un experto en la vida, obra y pensar…de los otros.
Todos los días se erigen y eligen nuevos objetos de indignación, sean personas, instituciones, empresas y situaciones a ser colocadas como tiro al blanco para recibir la indignación de los haters, les llaman en las redes sociales, a través del cual -como costal de box- cada uno pude descargar su furia, sentirse momentáneamente mejor consigo mismo. Hasta que lo insoportable de sí o de la realidad, alcance un cierto nivel, marcando la hora de buscar un nuevo objeto del cual indignarse. Ello, como bien comentamos al inicio, a través de la cita de Jorge Forbes, tomada de su ensayo “Basta de quejas”, deber ser diferenciada de una justa reivindicación, de una lucha legitima por expresar un dolor, una injusticia, que requiere ser atendida.
El arte está en poder diferenciar una cosa de la otra: un elemento que pue ayudar a dicha reflexión es la noción de responsabilidad, tanto en la propuesta como en la participación. Quien se indigna por indignarse, cultiva el coraje hacia alguien más como una forma de no “verse” a sí mismo/a, pues es más fácil ver la paja en el ojo ajeno que la viga que traemos en el propio, desea sacar ventaja de su indignación o posición de víctima; no desea hacer o proponer nada, solo destruir, emplea, ya no aquel dolor padecido en algún punto de su ida, sino el dolor que reitera y le confirma con derecho, como una especie de fuero, luz verde para hacer y deshacer, son los otros quienes son culpables de la desgracia que padece y por lo tanto son solo ellos quienes deben pagar. El quejoso indignado intenta convertir al otro en su deudor eterno. Consideran que su indignación es razón suficiente para que todos sufran lo mismo, o aún más de lo que él/ella ha padecido. Bajo la lógica de solo quien pase por lo mismo que yo, me entenderá. Modelo empleado desde hace ya mucho tiempo en EUA en la atención a las adicciones y a cuestiones relativas a la peri natalidad, la crianza y al género, etc. que a pesar de ofrecerse en un formato naturalístico de “Solo un adicto puede entender a un adicto”, “Solo una mujer puede entender a una mujer”, operan retrocesos humanos de la diferencia y diversidad a identidades fijas únicas – precisamente por operar con la noción de que existiría una esencia del adicto o una esencia de lo femenino- como las que presentan los miembros de una especie en el reino animal, que poseen las mismas características por el hecho de pertenecer a ella.
Mientras que, quien se queja e indigna por una justa expresión de su malestar, de la injusticia que ha padecido, desea sobre todo que se haga justicia y algo cambie, que algo se modifique, que se atienda su situación, participando activamente durante todo el proceso, no desea ser colocado/a permanentemente en la posición de víctima pasiva para explotarlo a su beneficio, para demandar un trato preferencial, forzar al otro permanentemente a darle algo, es decir, no cede a la tentación de transformar-se algo vivido en un destino, en un sustantivo que le nombre y fije, sino en buscar “pasar a otra cosa”.
Por otro lado, el miedo -el otro de los afectos detestables de la democracia, según Luc Ferry- nos constriñe y hace egoístas, al tiempo que reduce la potencia creativa para mejorar productos, medios, contextos; rompe el lazo social, hace ceder espacios públicos. Ante la idea del miedo y la amenaza inminente, retrocedemos a un contexto donde algo o el otro, el semejante, siempre es una amenaza que debe evitarse, algo toxico, un portador de algo que puede “contaminarme”, transformarme.
Resistir a la tentación de la indignación y del miedo como plataformas puristas para localizar lo insoportable de sí solo en el otro, deshaciéndonos de sus efectos, permite iniciar por hacernos cargo, cada uno, de aquello insoportable de sí, sin transformarlo en dolor o sufrimiento, sino en cambio y expresión de nuestra singularidad.
*Artículo publicado en el periódico El Porvenir (26/02/2020) sección opinión editorial, p. 2