Breve espacio y solvitur ambulando*
Camilo E. Ramírez
Caminante, no hay camino,
Se hace camino al andar
Al andar se hace camino
Y al volver la vista atrás
Se ve la senda que nunca
Se ha de volver a pisar
Antonio Machado
En su texto La transitoriedad (1916 [1915]) Sigmund Freud platica con un joven poeta mientras caminan por la montaña; él le había solicitado análisis a Freud, pero en ese tiempo, el padre del psicoanálisis no tenía tiempo en Viena, así que resolvió la cuestión haciendo el análisis en sus vacaciones, en paseos por la montaña.
Al contemplar la belleza de las obras de la naturaleza, el poeta denuncia al mismo tiempo la grandeza y la fragilidad de la naturaleza, deseando que fuese de otra forma. Al respecto Freud comenta:
El poeta admiraba la hermosura de la naturaleza que nos circundaba, pero sin regocijarse en ella. Lo preocupaba la idea de que toda esa belleza estaba destinada a desaparecer [...] Todo eso que de lo contrario habría amado y admirado le parecía carente de valor por la transitoriedad a que estaba condenado. (Freud, 1916 [1915])[1]
Freud argumenta que la transitoriedad en nada disminuye lo más sublime de la naturaleza, al contrario, la amplifica. Sin embargo, la dificultad del poeta le hizo a Freud preguntarse: ¿Por qué el poeta no puede disfrutar de aquello aún vivo que tiene enfrente?
El joven poeta nos hace recordar un mecanismo muy empleado: una persona que toma conciencia de la condición humana (ser consciente de la propia muerte, del tiempo de vida, de su necesaria finitud), y para protegerse de ello, renuncia al momento presente, arrojándose a un cierto punto futuro que consideraría más seguro, creyendo que haciendo eso (aumento de la conciencia pesimista-realista) se volvería inmune al sufrimiento de las peripecias y laberintos de la vida, al riesgo.
¿No es acaso la misma cuestión implicada en toda vida humana? El asunto de que la vida no es solamente habitar un espacio, que no se reduce a un tiempo, como lo experimentan los animales, sino precisamente a una vida significativa, consciente y participativa, y no en piloto automático, llena o de mucho pasado o de una invasión angustiante de futuro. Y que no es terrible por ser breve. Si nosotros amamos eso que ya está marcado con la muerte (¿Quién me untó la muerte en la planta de los pies en el día de mi nacimiento?[2] –dice el poeta mexicano Jaime Sabines) entonces amemos sin garantías, sin esfuerzos de control, incluyendo lo que no es calculado.
La ilusión de pensar que fuese posible nombrar perfectamente a priori aquello que produce miedo, que eso traería más seguridad, es precisamente un efecto de la noción de regulación de la vida, presente en muchos ámbitos (política, familia, escuela, empresa, amor, etc.) Es creer que todo en la vida puede ser operacionalizado (reducido a una variable a ser medida) como si se tratase de una línea de producción industrial, donde todo debe ser planeado, predeterminado. Siendo así, las sorpresas serían y riesgos serían calculados y reducidos a su mínima expresión para garantizar la calidad del producto, para después, paradójicamente, preguntarse: ¿Dónde quedó la creatividad? ¿Dónde está el deseo? Y al final, proponer un curso de creatividad y, el colmo de los colmos, ordenarle a alguien ¡Sea espontaneo!
Al vivir creyendo que todo en la vida puede ser nombrado, que ello podría tener algún efecto protector, se hace como quien va con miedo a una fiesta: se queda temblado, sólo mirando y criticando a los demás, considerándolos ridículos, sin participar de la alegría del encuentro. Él no participa, no se implica: “¡Uf, de la que me salvé! ¡Me salvé de hacer el ridículo!
Como los humus/humanos (Lacan. 1967)[3] podemos nombrar la propia muerte, corremos el riesgo de atraerla, precipitarla. “….quien sabe finalmente el nombre de la muerte corre el riesgo de llamarla y ella escuchar” (Forbes, 2012) [4]
Esa misma fragilidad y finitud, hace que podamos nombrar cosas, pero al mismo tiempo, desconocer muchas: amamos eso que se genera en el encuentro, en el azar, pero paradójicamente deseamos que se repita una y otra vez, sabiendo o no, que esa pretensión burocrática-amorosa puede amputar el amor, hacer que se atente contra él. El amor es, sobre todo, encuentro, libertad y creatividad. ¿Cómo entonces puede permanecer si está sujeto a fórmulas de control y vigilancia?
Lo Real del momento que sustenta la vida, sin lógica, sin ninguna ley, puede inquietar al grado de renunciar a su movimiento, queriendo traducirlo al imperativo de la rutina y del protocolo. Todo buen nadador de aguas abiertas sabe que de seguir una estrategia fija, cuadrada, forzada, su cuerpo quedaría pesado, torpe; al contrario, si quiere nadar en el mar, su cuerpo debe tomar levemente el ritmo de las corrientes, dejarse llevar, en cierta forma, por la ola.
Ya que la experiencia del mar, como la vida, es la experiencia de la libertad y de lo singular: no importa cuantas veces sea observado, cada detalle, cada pliegue es único e irrepetible. El horizonte se expande y no hay un único punto de apoyo, de referencia, sino muchos. La “ola” lleva, guía, enseña y orienta, pero también puede angustiar, (como dijo Nietzsche[5] si la persona siente nostalgia por la tierra frente al peso de la libertad, que siempre será mayor que del sacrificio de la sumisión). Y por eso mismo, puede ser más divertida e creativa, porque demanda un movimiento inédito en cada uno de nosotros. [6] El punto de menor estandarización –fuera de la “caja”, es el punto de mayor amplificación.
Esa invención en Freud de hacer análisis caminando por el campo, por la ciudad, tener a sus amados perros en el consultorio durante las sesiones, no es sólo excentricidad de genio[7], sino, desde mi punto de vista, una posición ante la vida marcada por la consecuencia del tiempo, de la transitoriedad, respondiendo a lo inusitado con un acto creativo, diferente del poeta quejándose por la corta duración de la naturaleza. Como dijo con humor, pero con claridad, a otro paciente, quien quería pagarle por adelantado algunas sesiones: en caso de que yo muera, usted va a pedir a mi familia le regresen su dinero.
Camilo E. Ramírez es psicoanalista en México. Profesor en la Facultad de Psicología de la Universidad Autónoma de Nuevo León (UANL) Y consultor a escuelas y empresas
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*Artículo publicado originalmente en portugués en el Newsletter O mundo visto pela psicanálise No. 195. (14/09/2018) del Instituto da Psicanálise Lacaniana (IPLA) de São Paulo Brasil, Ramírez, C. E. Breve espaço e Solvitur Ambulando (Traducción al español por el autor) http://www.ipla.com.br/editorias/acontece/breve-espaco-e-solvitur-ambulando.html
[1] Freud, S. (1916 [1915]) La transitoriedad. Obras Completas. Tomo XIV, p. 309. Buenos Aires: Amorrortu.
[2] Sabines, Jaime (1972) Poema de Doña Luz XXI. In. Antología poética. México: Fondo de Cultura Económica, 1994.
[3] Lacan, Jaques (1967) Otros escritos. Buenos Aires: Paidós, 2012
[4] Forbes, Jorge (2012) Café Filosófico: Velhice, par que ter quero? Yotube: https://www.youtube.com/watch?v=B3IORTf-N_k Acesso setembro 2017.
[5] Nietzsche, Frederich (1888) La gaya ciencia
[6] Cfr. Forbes, Jorge. Você sofre para não sofrer: Desautorizando o sofrimento pret a porte Baueri: Manole, 2014.
[7] Cfr. Roazen, Paul Cómo trabajaba Freud. Comentarios directos de sus pacientes. Ediciones Paidos Ibérica, S.A. Buenos Aires, 1998.